“Esto es Hermoso”: Madre Blanca
Por: José Enrique García Sánchez
Blanca Estela López Rojas era una adolescente como cualquier otra. Le gustaban las fiestas y disfrutaba a sus amigos, pero no tardó mucho en sentirse atraída por la posibilidad de convertirse en religiosa, luego de involucrarse con un grupo de jóvenes que participaba activamente en la iglesia de su comunidad.
Cuando verdaderamente entendió la trascendencia del paso que pretendía dar, se asustó y pospuso la decisión. Hoy ha comprendido que los dilemas y el miedo nunca desaparecen del todo.
“Me ha costado sangre pero no me arrepiento, esto es hermoso”, afirma Madre Blanca, a tres años de haber sido designada Superiora Vitalicia de Religiosas Ecuménicas de Guadalupe.
En su natal Durango le había llamado la atención la congregación de hermanas Capuchinas, y en su joven mente comenzó a germinar la idea de convertirse en una de ellas y dedicarse a la vida religiosa contemplativa.
Apenas había transcurrido un mes de su participación en el grupo de jóvenes, cuando se embarcó en una aventura con ellos. En su visión inexperta, el grupo acordó recorrer diversas zonas de Durango, Guanajuato y Mazatlán, hospedándose en hogares de familias católicas, con el ánimo de hacer trabajo misionero y aprender sobre la palabra de Dios.
El viaje concluyó en Tijuana, pero las experiencias vividas hasta ese momento no solo no respondían sus interrogantes más profundas, sino que las agudizaban: Buscaba una señal divina que le permitiera saber donde la quería Dios.
Su peregrinar por esta frontera duró de 2 a 3 meses. Pasaba horas llorando, sentada en las bancas de la Catedral de Guadalupe, pidiendo orientación a la Virgen de Guadalupe.
Fue en esas fechas que conoció a Monseñor Puente precisamente cuando celebraba sus bodas de plata como sacerdote. Después de una amplia charla y una llamada de atención, regresó con su familia, y la instrucción de hacer bien las cosas e informarles su decisión de consagrarse a la vida religiosa.
Ella estaba cada vez más convencida de que ese era su destino y regresó a casa pero no se atrevía a comunicar abiertamente a su familia, sobre todo su padre, que había tomado una determinación categórica.
“Mi papá era demasiado conservador y pensé ¡no me va a entender!. Ese tiempo fue muy duro, fue una lucha interna, yo comulgaba todos los días pero eran muchas las tentaciones, sin embargo, yo pedía y sentía esa fortaleza de Dios, y mis padres se convencieron de que la cosa iba en serio”, recuerda.
El día que abandonó su hogar para retornar a Tijuana en cumplimiento de la promesa hecha ante Monseñor Puente, su padre ni siquiera la despidió, solo su madre. “Sentía que me estaban arrancando algo muy fuerte”.
Ya en Tijuana, la sensación de desprendimiento y renuncia a todo lo que conocía se intensificó. Eso habría de cambiar.
“Cuando llegué aquí (la congregación) sentí que era este el lugar, que este era mi lugar”.
Sus dudas, temores y dolores iniciales desaparecieron poco a poco, pero solo para ser sustituidos por otros relacionados con su futuro desempeño al interior de la misma, siempre cuestionándose sobre la profundidad de su vocación y compromiso, preguntándose si hacía las cosas adecuadamente, si iba en el camino correcto, y si, finalmente, cumplía las expectativas de Dios.
La noción que tenia de lo que era la vida religiosa fue adquiriendo su verdadera dimensión con el paso del tiempo, en la medida en que maduraba su fe y comprendía cada vez mejor lo que implicaba la renuncia a todo y su entrega total a Dios, la entrega de la voluntad y el desprendimiento de las cosas del mundo.
“Mientras más crece uno en la vida religiosa más gracias recibe, y esa intimidad con Jesucristo es algo difícil de narrar.”
En ese contexto, el abandono de sí mismo como paso hacia la generosidad, transita por varias etapas de profundización. Es una generosidad que consiste en pensar en los demás, servir a los demás, servir a Dios por amor a los demás y a los demás por amor a Dios.
Eso se manifiesta más claramente conforme llegan las responsabilidades, como le ocurrió a ella una vez que fue designada Superiora Local y tuvo a su cargo a las religiosas de una de las casas de la congregación. “Llora uno de pensar en enfrentar las responsabilidades”.
“Está uno acostumbrada a que le digan lo que tiene que hacer, pero cuando tu eres el que debe decir lo que se va a hacer estás siempre con temor, te olvidas de tí y te preocupan los demás, siempre estás con la interrogante y hay momentos de miedo, pero tiene uno que agarrarse de Dios y confiar en él”.
Poco después fue nombrada maestra de 3 o 4 aspirantes, y la experiencia se repitió, siempre se repite. Siempre hay un elemento nuevo que genera preocupación. Las pruebas son frecuentes.
“Más difícil cuando hay hermanas mayores. Eso fue muy difícil, dar órdenes a hermanas mayores, con toda la antigüedad y respeto que uno siente por ellas”, comenta la Madre Superiora.
En los hechos ya la había entregado desde muchos años atrás, cuando servía a la iglesia a través del grupo de laicos conocidos como Legión de Maria. Mujeres que viven circunstancias similares son frecuentemente invitadas por Monseñor Puente a sumarse a la congregación.
A la fecha, Madre Blanca afirma haber crecido enormemente hacia “una espiritualidad suave, madura, con los pies en la tierra”, y convencida de que el aprendizaje solo termina cuando uno muere. Solo con estudio, como el que reciben en Ecuménicas de Guadalupe será posible sacar un fruto espiritual para aplicarlo a su día, y entregar a la iglesia, calidad más que cantidad.
Todo eso, siempre con una sonrisa y con generosidad, con entrega, “porque ya ni la voluntad te pertenece, le pertenece a Dios”.
En su corazón hay un espacio especial para Monseñor Puente a quien debe su vocación. “Monseñor es el alma de la congregación por inspiración de Dios”.
Su preocupación principal son las 18 religiosas que conforman la congregación a su cargo: “Me veo en ellas y rezo todos los días por ellas, pido que puedan crecer más”.